viernes, 19 de febrero de 2010

Buena suerte, Mr Gorski, por Josevi Catalán Berriatúa:

El portazo puso sordina a los gritos que nacían del interior del salón. Mr. Gorski apareció en el jardín del hogar familiar y allí sorprendió al pequeño Neil, el chico de los vecinos, hurgando en el macizo de rosas que laboriosamente cuidaba su esposa, Selma. Ante la mirada inquisidora de Mr. Gorski, Neil levantó la mano y mostró como coartada una pelota de béisbol.
-Por mí, como si se las rompes, muchacho.
Mr. Gorski abrió la portezuela y Neil le vio perderse calle abajo a pasos lentos y pesados. Era diciembre de 1941; en Wapakoneta, Ohio, el termómetro estaba bajo cero y Estados Unidos acababa de entrar en la II Guerra Mundial.

Durante todo ese día, Neil se dedicó a observar a Mr. Gorski. Su vecino era un cuarentón que trabajaba en la fábrica que Goodyear había abierto a las afueras de Wapakoneta y, pese a tener que cargar durante toda la jornada con pesadas ruedas de camión, era un hombre en movimiento perpetuo, como si portara en su interior una fuente de energía en continua renovación. Cuando estaba en casa, Mr. Gorski abrillantaba su viejo Ford rojo o se tumbaba y le inspeccionaba los bajos. Luego, encolaba una silla o desmontaba pieza por pieza el carrete de la caña de pescar, lo limpiaba con un pequeño paño y lo volvía a armar para que estuviera listo para la próxima excursión. Por eso Neil levantó los ojos de la revista de aeronáutica que leía, recostado en el enorme alféizar de la ventana de su cuarto, cuando notó que Mr. Gorski se instalaba en una butaca en el patio trasero y, con las manos cruzadas detrás de la nuca, clavaba la vista en el cielo aún iluminado. Neil se durmió mucho antes de que Mr. Gorski, a tientas y haciendo crujir el césped bajo sus pies, abandonara la butaca camino del sofá del salón.

Al día siguiente, Neil respiró aliviado al ver que Mr. Gorski había vuelto a su ser habitual. Entraba y salía de casa con herramientas en la mano y golpeteaba aquí y allá en la fachada, enderezaba los palos del tendedero, guardaba el cortacésped en el cobertizo o arreglaba un par de tejas rotas. Mantuvo ese ajetreo durante toda una semana. Mr. Gorski había sido llamado a filas y quiso que en el viaje a Europa la última imagen en su retina fuese la de una casa en perfecto estado.

Neil olvidó pronto el incidente y volvió a devorar las revistas de aviones que le traía su padre, auditor del Estado, cada vez que volvía de sus viajes por los pueblos de Ohio. Para cuando Mr. Gorski regresó de la guerra, Neil ya andaba enredado en asuntos del aeropuerto de Aeronca, al norte de Wapakoneta, y los misterios de la aviación le impidieron reparar en la presencia de Mr. Gorski.

Mr. Gorski no era el mismo que se había ido cuatro años antes. Impedido para el trabajo por una herida, la energía de antaño era una fuente con polvo y hojas secas en el fondo. El viejo Ford pasó de rojo cereza a granate y de granate a magenta en el garaje de la casa por la acción del polvo y la desidia. La caña no volvió a ver un pez.
Lo único que parecía capaz de hacer moverse a Mr. Gorski era un arcaico telescopio que el antiguo operario de Goodyear compró con la primera mensualidad de su pensión de veterano. Mr. Gorski demoró toda una tarde, en la que la ausencia de nubes permitía ver nítidamente la luna, en elegir el punto adecuado del jardín en el que colocarlo, haciendo pruebas una y otra vez como un fotógrafo que busca el encuadre exacto. Una vez decidida la ubicación pidió ayuda a Selma para colocar junto al artefacto una butaca de jardín.

Selma era una mujer muy seria. La estricta educación judía de su infancia neoyorquina le cohibía a la hora de dejar fluir sus emociones. Cuando su marido era un obrero fuerte, vital y dicharachero, no supo acoplarse a él. Sentía esa alegría del cónyuge como una prueba de su debilidad de espíritu y su lejanía con el Señor. Ahora que Edward Gorski era poco más que una sombra que cuando anochecía cambiaba el sofá y la televisión por la butaca y el telescopio, no encontró la manera de acompañarle en la desgracia, pero tampoco se quejaba. Lo máximo era un suspiro que se le escapaba cuando le veía, a través de la ventana de la cocina, con el ojo pegado al telescopio y la mente en la luna. A veces, mientras arreglaba el rosal o adecuaba las viejas camisas de Edward a la nueva fisonomía del marido, Selma se veía invadida por un sentimiento de culpabilidad cuyo origen era incapaz de encontrar.

Mr. Gorski marcó la infancia de los niños de Wapakoneta. Al anochecer, los chicos del pueblo trepaban al tejado de una caseta desde el que se veía el jardín de Mr. Gorski y apostaban si esa sería la noche en la que el veterano de guerra no utilizara el telescopio. Mientras, comían pipas de calabaza, bebían refrescos y hablaban de chicas. Cuando se hicieron mayores, los muchachos inventores de la apuesta traspasaron la tradición a sus hermanos pequeños y luego éstos se la enseñaron a los hijos de sus hermanos mayores. Mr. Gorski sabía de la presencia de los niños, pero les ignoraba con la misma desidia con la que declinaba las invitaciones de sus viejos compañeros de fábrica para acudir al bar de la estación, el que tenía la pantalla más grande, a ver por televisión los partidos de las Series Mundiales de béisbol, el mayor evento deportivo con el que podía soñar un americano. Al principio, sus antiguos colegas pensaron que volvería a la vida pública en cuanto asumiera su condición de mutilado, pero pasaron los años y Mr. Gorski seguía anclado en el jardín con la mirada perdida más allá de las nubes.

Viola Louise, la madre de Neil, solía ayudar a Selma Gorski, cada vez más impedida por la edad, por esa solidaridad inquebrantable que se establece entre amas de casa. Viola Louise hacía las tareas más físicas, como limpiar las estanterías más elevadas, recoger el polvo acumulado bajo las camas o tender la ropa en el jardín. Esto suponía un gran esfuerzo para Viola Louise, no por el trabajo en sí, sino por la fantasmagórica presencia de Mr. Gorski, que la miraba callado. Una tarde de agosto de 1962, a Viola Louise casi le da un infarto al sentir la voz grave de Mr. Gorski por primera vez tras años de ropa puesta a secar en silencio.
-¿Qué tal el muchacho?
-¿Cuál de los tres, Edward?
-El mayor, Neil.
-Ya se casó. ¿No lo sabías? Pero el pobre no ve casi a Janet porque está todo el día metido en los laboratorios de la NASA.
-¿La NASA? ¡Cielos, Viola, qué buena noticia!
Viola Lousie no daba crédito a la felicidad que irradiaba su vecino, parecía que hubiera retrocedido más de veinte años en el tiempo.
-Sí, Edward, la NASA. Ahora vive en El Lago, Texas, cerca del Centro de Vuelos Espaciales de Houston.
-¿Es, es....- Mr. Gorski tartamudeaba de la emoción- ...es astronauta?
-Lo es, Edward. ¿Qué le parece?
Pero Mr. Gorski no tuvo tiempo de responder a Viola Louise, porque un rayo cargado con millones de amperios tocó el corazón del veterano de guerra. Mr. Gorski se levantó de la butaca con un movimiento inusitadamente ágil y corrió hasta el garaje. Con la única mano que tenía arrancó la lona que cubría el viejo Ford y lo puso en marcha. Mientras dejaba calentar el motor, llegó hasta el salón, cogió la cartera y besó a su mujer en la mejilla. Dijo “luego vuelvo, Selma” y dejó a la esposa boquiabierta y sin entender nada. Mr. Gorski condujo con maestría pese a sus circunstancias los 150 kilómetros que separan Wapakoneta de Columbus, capital del Estado, dónde a buen seguro podría comprar un telescopio potente acorde con la nueva situación de Neil. Regresó bien entrada la noche, pero Mr. Gorski no dudó en dar una patada al soporte del viejo telescopio y colocar en su lugar el reluciente Takahashi con lentes reflectoras de abertura media. Selma miraba el trajín de su marido con la ilusión del que ve nacer una era mejor, pero comprendió que no se trataba de un repentino cambio de actitud de Edward, sino de una simple adecuación a los nuevos tiempos. El beso de la tarde fue una cerilla bajo un chaparrón.

El nuevo telescopio sirvió para que Mr. Gorski se enclaustrara aún más en sí mismo. Pero un día cada tres o cuatro meses, el veterano se sentía con ánimos para hablar con Viola Louise mientras ésta tendía unas sábanas que él conocía de sobra.
-¿Cuándo va a pisar la luna el muchacho?
-Antes de que acabe la década. Lo prometió el presidente Kennedy-, respondía siempre Viola Louise con tono pedagógico.
Mediante este interrogatorio, en marzo del 66, Mr. Gorski supo del primer viaje espacial de Neil. El hijo de los Armstrong comandó el acoplamiento del Gémini 8 con el Agena, que ya estaba en órbita. Mr. Gorski, aunque miró y miró por su Takahashi y no encontró rastros de Neil en el cielo, sintió el alma en primavera.

Viola Louise, católica, se sentía como el Arcángel Gabriel cada vez que informaba a Mr. Gorski de los progresos de su hijo y notaba en el mutilado un brillo en los ojos. Por eso le dolió no ser ella quien le anunciara, personalmente, la noticia de que Neil, por fin, iba a pisar la luna. Para cuando quiso hablar con Mr. Gorski, una marabunta de periodistas se había agolpado frente al hogar familiar de los Armstrong y los que llegaron más tarde tuvieron que invadir el jardín de Mr. Gorski. Ante la mirada de odio del veterano, los periodistas improvisaron una entrevista para justificar el allanamiento:
-¿Cómo era Neil Armstrong de pequeño? ¿Le vio crecer?-, se lanzó un chico escuálido con sombrero y traje pese al horno que era Wapakoneta en aquel 16 de julio de 1969.
-Era un buen muchacho.
-¿Se imaginaba que sería el primer hombre en pisar la luna?
-¡No! ¡Y mi mujer muchísimo menos!-. Mr. Gorski estalló en una carcajada, que sonó oxidada al principio pero que después rugió como un motor de gran cilindrada.

A lo más que llegó Viola Louise a ver fue a Mr. Gorski arrastrando de la mano a Selma al interior del viejo Ford, que Mr. Gorski había dejado en la acera nada más concluir la entrevista. El antiguo operario de Goodyear se llevó a la esposa al mercado y la obligó a comprar varias botellas del vino más caro, cervezas, dos o tres kilos de chuletas de cordero, unos cuantos filetones de ternera y un enorme queso de Roquefort.
-¿Qué demonios es esto, Edward? ¡Apesta a muerto!
-Es queso francés. Me salvó la vida en la guerra. ¡Y está delicioso!
Ya de vuelta en casa, Mr. Gorski canturreaba jovial mientras ordenaba en la cocina la copiosa compra. Selma comprendió el motivo de la felicidad del esposo y no pudo reprimir una violenta arcada.

Durante los cuatro días posteriores, Mr. Gorski fue dando cuenta de los manjares con una actitud cercana a la lujuria. Por el día comía a todas horas y bebía litros y litros de cerveza con la misma alegría de 30 años atrás. Por la noche, se acoplaba a su telescopio sin importarle la curiosa mirada de los periodistas acampados en su propiedad.
Pero el vino lo reservó para la noche del 20 de julio. Sabía, por lo que le contaban los chicos de la prensa, que ése era el momento en que estaba previsto el alunizaje del Apolo 11. Con una enorme nostalgia de su telescopio, se apostó frente a la televisión y pidió a Selma que se sentara a su lado. Mr. Gorski daba grandes tragos directamente de la botella y seguía la retransmisión como si fuera una final de béisbol, a cada minuto más nervioso, ayudándose de la mesa para aplaudir, levantándose a veces. Sólo guardó silencio cuando, a las 23:53, sintió la voz de Neil a través del televisor:

-Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad-, dijo el hijo de los vecinos y Mr. Gorski estalló en un grito de satisfacción.
-¡Sí! ¡Por fin, joder!-, aulló el veterano de guerra poniéndose en pie. Acto seguido, volvió a sentarse en el sofá, respiró hondo y apoyó la mano firmemente en la nuca de su esposa.
-Lo prometiste, Selma.
La mujer rompió a llorar. Sabía que pronto acabarían casi 28 años de infelicidad, pero para ello debía pagar un peaje que contravenía todas las normas morales de su estricta religiosidad.
Del televisor brotaban imágenes en blanco y negro y palabras casi siempre ininteligibles, pero los Gorski acertaron a oír de nuevo a su vecino Neil entre los ruidos del espacio exterior.
-Buena suerte, Mr. Gorski-, dijo el astronauta.
En el Centro Espacial de Houston no entendieron nada. Edward y Selma sí.

Petó-M, por Josevi Catalán Berriatúa

Un reciente estudio de la Universidad de Lleida revela que en los labios de quien hace mucho tiempo que no besa se van acumulando minúsculas partículas de amor, esperanza, ilusiones, ansiedad y también, aunque depende del sujeto, se encuentran restos de tristeza. Pero lo verdaderamente novedoso de esta investigación, que publicará en su mes de marzo la prestigiosa revista Science, es que todos estos elementos se agarran a la fina epidermis labial y no se dispersan por más que entren en contacto con limpiadores universales como son el alcohol o el agua. Ni siquiera, afirman los lleidatanos, el afectado corre el peligro de que estas partículas entren al torrente sanguíneo con la comida, ya que están forradas de un suavísimo terciopelo que hace resbalar a los alimentos. Los pintalabios, revelan, tampoco hacen efecto. Evidentemente, cuanto más tiempo pasa una persona sin besar, más restos se acumulan. Estas partículas se unen, por efecto de una enzima llamada necesitasa, formando una sustancia química que han querido bautizar como PETÓ-M. Lo sorprendente es que el PETÓ-M de un individuo es complementario con el PETÓ-M de otro individuo y al juntarse dos PETÓ-M se produce una “maravillosa” (cita textual del estudio de la UDL) reacción química “algo estupefaciente” que induce a ambos afectados a un profundo e inmediato estado de felicidad. Ésta es, concluyen los investigadores, la única manera de limpiar los restos de amor, esperanza, ilusiones y ansiedad acumulados en los labios de quien hace mucho tiempo que no besa.

María, por Javier Rey:

MARIA




María es una niña bellísima. María es rubia; sus trenzas, de pan y de oro. María espera, inútilmente; hecha un ovillo, acurrucada en un rincón, sentada sobre el suelo húmedo y frío de gastadas baldosas. María sabe que "él" no regresará jamás, pero espera. Las lágrimas se le han quedado detenidas a las puertas de sus enormes ojos : no es capaz de llorar; al menos, hacia afuera. Ella sabe ...

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Era, ya, bien entrada la tarde.
Dolores permanecía sentada sobre una roca, al borde del mar; la mirada como perdida en el horizonte, y una expresión ausente en el rostro.
Sara, corría descalza por la playa, al encuentro de Dolores.

- ¡ Dolores ! : ¡ el barco; el barco !
- ¿ Qué pasa ?; ¿ por qué gritas tanto.
- ¡ El barco, Dolores !; sigue sin saberse nada.
- ¿ Cómo ...? - Dolores, en realidad, sigue ausente; o presente, pero en otro lugar ... -
- " El Benito", dice que ha oído por la radio de la Comandancia que se han encontra-
do restos de una embarcación, a la altura de Finisterre.
- Sara, ¡ por Dios !, no empieces a dramatizar como siempre. El tiempo es bueno; no
puede haberles pasado nada.
- ¡ Eso !, y tú, tan tranquila; ahí sentada, como si la cosa no fuera contigo. Tu marido
puede estar en el fondo del mar, y tú, ni te inmutas.
- ¡ O el tuyo !
- ¡ O los dos !
- ¡ O ninguno!
- Dolores, ¡ por Cristo bendito ! : ¿ quieres hacer el favor de reaccionar ?
- ¿ Qué quieres que haga...? ¿ Acaso, podemos nosotras hacer algo que no sea espe-
rar ?
- ¡ Ay, Virgen Santísima !, ¡ Dios Todopoderoso !: ¡ que no les haya ocurrido nada. !


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María tiene una manos largas, delgadas y blancas; muy blancas. Sus ojos son como el infinito, pero hacia adentro.
María, tirita en su rincón.
María, espera.
María, sabe.

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Es tarde. Dolores, cansada, temerosa e impotente, regresaba a su hogar; despacio, la vista clavada en el suelo; el pensamiento muy lejos. Estaba borracha de mar; le dolían los ojos de tanto mirar en balde. Y le dolía el alma, de tanto esperar y esperar.
Entró, silenciosa, en su casa. Dirigió sus pasos, como sonámbula, hacia la cocina. Se sirvió un vaso de vino y se sentó frente a la desgastada mesa de madera: testigo mudo y fiel de tantos acontecimientos.
Se quedó mirando, como ida, la desnuda bombilla que colgaba del techo, iluminando el rectángulo de madera sobre el que descansaban el vaso y la botella, mediada, de vino. Pasó así algún tiempo : ¿ segundos; minutos; horas?
De pronto, sintió como una fuerza que tiraba de ella, lenta pero firmemente. Una fuerza que la obligaba a girar la cabeza, hasta detenerse en "aquel" rincón...

- ¡ María, hija !; ¿ qué haces ahí ?

María, no contesta.
María, sabe
María, espera.

Dolores, se levantó, derribando la silla en su atolondramiento. Luego, se acercó, sin prisas, a su hija : quería aparentar serenidad.
Llegó hasta ella y se agachó, para ponerse a su altura.

- María, hija; ¿ qué tienes ?
María permanece en silencio
- María, ¡ por Dios !, mírame.

María, lenta, muy lentamente, levanta la cabeza hasta mirar, de frente, los ojos tristes, cansados y expectantes de su madre.
Se hizo, entonces, un silencio denso, espeso, eterno.
Las lágrimas, gruesas como puños, se deslizaban por las mejillas de Dolores, alcanzando, algunas, sus labios torcidos, apretados, en un rictus de infinito dolor.
Ahora recordaba cuántas veces, bromeando con su hija, le había dicho : " Tus ojos son tan profundos, María ...; son como el fondo del mar "
Hacía unos momentos, esos mismos ojos le habían mostrado la verdad desnuda : flotando sobre esas inmensas pupilas, había visto, claramente, el cuerpo, mutilado por los peces, de su Juan ; en el fondo, muy profundo, yacían los restos del barco naufragado.
Madre e hija, permanecieron, mudas e inmóviles, toda la noche.
Ya amanecía, y la fatiga fue más fuerte que Dolores : se quedó dormida, a los pies de su hija.

María, espera.
María, sabe ...
Sabe que todo es, ya, inútil.
Pero, espera ...


Javier Rey

Campelo : Pontevedra

martes, 16 de febrero de 2010

Frases cortas sobre Dublín (una mirada fría)

El ala de un avión suspendida en el espacio, quieta, mientras el mar gira 180º para ponernos dirección a Dublín. La ciudad aparece como una espiral inconexa que respira y fuma por dos enormes chimeneas que crecen en el puerto. Desde el centro a la periferia las casas van dispersándose cada vez más como en una estadística de puntos. Sobre la ciudad un tupido techo de lana gris y hielo.

Las calles son cicatrices grises con costuras de colores artificiales, colores de plástico, colores en coma.
De un lado a otro los edificios se miran fijamente con ventanas vacías, heladas y alucinadas o tuertas.
Las sudorosas tiendas desprenden un característico olor a comida rápida. La cruda realidad concuerda aquí con el espacio y el tiempo.
El frío roba lo que sobra y mantiene lo que hay.

Las personas que pasan frente a la ventana de esta cafetería son improbables personajes de cuentos y pesadillas. Son grises y amarillos, austeros y sonrosados. Rasgos rectos y afilados abarrotan sus caras y exhalan "frío por los ojos", como caballos en una mañana helada.
Parecen más anónimos que en cualquier otro lugar, no se imagina grandeza en sus vidas, ni calor. No imagino sueños o esperanzas sino realidad y automatismo. Expectativas baratas.

La casa es una fea encantadora. Alguien parece haber tirado las habitaciones como si fueran granos de arroz en una boda y tal como cayeron, así se quedaron.
Escaleras y recovecos.
La casa es de otoño, de hojas secas, incluso cruje como ellas cuando la pisas. De sabia y resina, de corteza de árbol. Es como un tronco cuyas hojas son fotografías y pósters.

domingo, 12 de julio de 2009

La vuelta a casa de hoy en día:

Salgo de ese trabajo en el que me pagan 300 euros al mes y el sol madrileño cae sobre el asfalto como una plancha que le va quitando las arrugas a la ciudad. Camino hacia el metro despacio y concentrada en cada paso que doy porque los tacones que llevo comienzan a transformar la parte delantera de las plantas de mis pies en círculos de vitrocerámica a punto para hervir agua. Aun así es un dolor conocido y domesticado que podré aguantar hasta llegar a casa. En realidad no necesito llevar tacones, soy una tía alta y grande, y de hecho tengo muchos problemas para encontrar zapatos de mi número, pero me parecen tan bonitos, tan femeninos, tan... son como llevar unas apetecibles gominolas en los pies, como traer un poco del mundo de Roger Rabbit a este, quiero decir, son irreales, como dibujados sobre los pies de las mujeres. De algunos pies, porque a veces cuando una se sienta en el metro y se fija en los zapatos de la gente, muchas veces se encuentra esos tacones indignos constriñendo los hinchados pies de algunas mujeres ,y eso les quita toda la magia a ellas y a los zapatos. Como yo uso un 42 de pie, como ya he dicho, tengo problemas para encontrar zapatos que no causen ese efecto de opresión, así que cada vez que encuentro unos que me sientan bien me compro dos pares, uno de cada color: rojos y negros, verdes y rojos, negros y beige...


El semáforo se pone en verde y sigo mi camino con pasos suaves y decididos, acompañada por ese ritmo que intento controlar para componer una repetitiva melodía callejera: tac-tac-tac-tarac-tac-tac-tac-tarac... Al final ni la oigo, como cuando te acuestas a dormir o te sientas a estudiar y el sonido de las agujas de un reloj marca los segundos con patas de elefante y al principio es molesto, pero minutos después el elefante parece haberse dormido y ya no se escucha.


De la ancha avenida de Pío XII paso a caminar por pequeñas calles de zonas residenciales. Parece que por un momento Madrid desaparece, el ruido de los coches calla, los altos edificios han sido talados y sustituidos por árboles, hiedras trepadoras y arbustos que crecen en jardines particulares. En un cartel pone “Prohibido el paso de coches ajenos a la zona” o algo así, y me fijo en que en cada posible entrada de vehículos han puesto vallas como las de los parkings. Cámaras en las esquinas de muchas de las casas hacen que el zoo esté seguro y controlado.


Las casas vecinas son casi todas grandes y ausentes. Son tan delicadas y espectrales que parecen no estar. Me gusta imaginar que una que hace esquina es mía. Cuando paso frente al portalón de entrada a veces, si las persianas están subidas, puedo ver lámparas y partes de muebles de madera, la esquina o la mitad de un cuadro, la tela de una cortina, libros, un jarrón con un portarretratos al lado en el que imagino una fotografía luminosa de nuestro último viaje juntos. Imagino eso mientras voy hacia mi casa de 30 metros cuadrados. Camino a la sombra de los jardines aprendiéndome las casas. La acera está llena de pequeñas flores verdosas que la cubren como un párpado, una acera dormida. Ahora, sobre las flores, mis pasos suenan amortiguados, como si bajo un ruidoso grifo que gotea hubieran puesto un trozo de papel higiénico o una toallita desmaquillante. Como un silenciador en una pistola.


La boca sedienta del metro me espera abierta y jadeante como la de un perro. Bajo por su garganta y me quito las gafas de sol, hay días que no me importa llevarlas en el metro, pero esta tarde me parece una estupidez. El metro está como siempre, para qué contarlo.


Está como siempre hasta que bajo en mi parada y, hoy, siento algo diferente. Voy subiendo en las escaleras mecánicas, que son orugas que nunca llegarán a ser otra cosa. Me bajo y camino hacia otras haciendo transbordos de escalera en escalera. Como los zapatos obligan a su esclava ,a golpe de látigo, a caminar despacio voy percibiendo cosas que normalmente me salto llevada por una prisa absurda de inercia. Un violinista con cara de loco, con quijada y pocos dientes, con pelo sólo a los lados de su cabeza, largos, blancos y desbaratados, toca algo que no conozco y me atrapa. Aminoro el paso mientras la gente me adelanta de lado a lado. Es como haber encontrado una fotografía intacta en medio de un incendio, como un jarrón entero en medio de los escombros de un terremoto. La piel se me convierte en superficie de agua y de repente noto las corrientes de aire que se forman en el metro cuando se va llegando a la salida. Echan mi pelo hacia atrás, mueven los bajos de mi vestido y me reconfortan. Antes de salir me pongo otra vez mis gafas de sol estilo policía norteamericano que me dan un aire indiferente, poderoso y borde, o eso creo yo cuando me miro al espejo con ellas puestas.


El metro me escupe como a un hueso de cereza o de aceituna, como a cáscara de pipa. A este lado de la ciudad las flores que cubren el suelo son amarillas y están secas, y cuando el viento las arrastra por los adoquines imitan el sonido de unas uñas tamborileando nerviosas sobre una mesa.


Ya sólo quedan 300 metros para llegar a casa, si los junto con los 300 euros que me pagan al mes y con los 30 metros cuadrados de mi casa no llego al sueldo mínimo ni a fin de mes.



Elvira Jardón




viernes, 10 de julio de 2009

Adiós Madrid, Edurne Farías

La noche cae sobre la Gran Vía y yo no puedo creer que es la última en mi Madrid, mi Madrid nocturno y precioso que me dio a mis amigas y mil alegrías, que me regaló sonrisas, que me abrió a la ficción de los cuentos inventados y que también me entregó un hijo o hija, una separación y recuerdos, muchos recuerdos de parques con perros, de viejos alimentando pájaros en el Retiro, del sabor de las alegorías de la panadería de Onofre, de cerezas, del ruido de mi barrio por la noche, de la mugre de las banquetas y del sol quemándome a las cinco de la tarde en Gran Vía... y así, así podría seguir toda la noche y parte de la mañana, antes de que parta mi avión. 

martes, 7 de julio de 2009

Ámbar. Leticia Rodríguez

La puerta del autobús se cierra tras ella con un bufido. Como cada sábado carga sus manos con pesadas bolsas del mercado. Las deja en el suelo para sacar de una deshilachada cartera las monedas: 50 céntimos, más dos de 20, más 2 de 5 hacen un euro veinte, y lanza una sonrisa al conductor que es recibida con un deslucido asentimiento. Retira los cabellos húmedos que insisten en acomodarse sobre sus ojos miel y abraza con sus dedos, ya enrojecidos por el peso, las asas de su compra. 
El autobús arranca, sin dar tiempo a sus piernas a encontrar asilo en algún asiento. Camina haciendo equilibrios, busca donde sentarse, pero no lo ve porque sus ojos no miran. Un peso invisible parece agachar su cabeza lo suficiente como para no tropezar con el único lugar disponible; justo a mi lado. Se sujeta fuertemente a la barra del centro del autobús, manteniendo las bolsas apretadas entre sus piernas, con toda la firmeza de la que son capaces. Me permito mirarla, confío en que no se dará cuenta, y en que si lo hace, fingirá lo contrario, como cada sábado desde hace tres años. Lleva un vestido de flores, ligero, que se abraza a su cuerpo con suavidad cubriendo sus piernas hasta las rodillas, pero dejando a la vista sus redondas pantorrillas. Sigue siendo hermosa, con la humildad y moderación que la edad ya avanzada le permite. Este sábado lleva un descarado escote bajo su rostro que se agarra a sus hombros por dos finos tirantes de raso. Miro su cintura, noto el movimiento de fresca blandura bajo el vestido, noto su respiración, me encaramo por sus costillas, las cuento aunque no las vea y bordeo el borde superior de su escote hasta llegar a los lazos de raso, su nudo sencillo... Y de ahí, salto a sus ojos. Sus ojos miel que me miran. Entonces, un bache, el autobús salta, y yo salto con él, y conmigo mi estómago. Me giro para ver fuera del autobús, sin fuerzas ya para enfrentarme a ella., o a mí. 
-Hola
-Hola. - contesto. No sé cómo ha llegado hasta mi lado, en qué estado de azoramiento debía estar yo para haber perdido el pálpito de su movimiento, pero de alguna forma ya está aquí. Más cerca de lo que ha estado en cualquiera de estos sábados. De algún modo, está más cerca de lo que ha estado nunca; con su presencia contundente que lo llena todo. Yo continúo mirando por la ventana y ella a través de mi nuca. 
-Siento mucho lo de Marta.- Noto su aliento al hablar, cálido como antes, como cuando éramos jóvenes y bañaba mi rostro. Lo puedo oler y me relaja. Fuera del autobús los coches no avanzan, se pierden en el inmenso atasco de la ciudad, los rostros se repiten, serios y cansados dentro de cada vehículo, saturando las aceras con premuras insatisfechas. 
-Gracias. Ha pasado ya algún tiempo. 
-¿Cómo están tus hijos? - lo dice en un susurro y luego la ausencia de aliento. Deja de respirar conteniendo el miedo. 
-Están bien. - sé que busca la pregunta, pero no la hago. Algo en mí se tensa y se me nubla la vista. En un instante vuelven a mi cabeza imágenes dolorosas, rumores hirientes, el rencor. Me golpea el recuerdo de la duda, la terrible duda.
-Antonio está bien. se graduó el mes pasado. Es abogado.
“Lo sé” pienso, pero no digo nada. Y dejo que el silencio vuelva y me proteja su escudo como un bálsamo que cura todas las heridas de la mano de su aliado el tiempo. Veo su reflejo en la ventana. Su rostro roto que me mira, el mismo gesto de antes, el de siempre. Por un momento siento el deseo de volverme y tomarlo entre mis manos ancianas. Tengo ganas de acariciar su mejilla y consolar su soledad que es la mía, pero no lo hago. Me concentro en el semáforo que permanece en rojo, y odio al ámbar y aún más al verde. 
-Sabes, han abierto un nuevo mercado junto a mi casa. Dicen que es el mejor del barrio. 
Ambar. Verde. 
Y busco su reflejo en el cristal, que ahora mira al frente. 
- Mis vecinas no entienden porque sigo viniendo a éste. La verdad es que a mi edad, mis piernas agradecerían el no estar cargando con la compra desde una punta a otra de la ciudad. - Tras esa esquina sé que muero y no quiero que el autobús gire, lo deseo con todas mis fuerzas, quiero que vuelva a empezar, que sus aquejadas piernas vuelvan a subir la escalerilla. Quiero ver una vez más su monedero gastado, el sudor en su pelo, el cansancio en su rostro y la ilusión en sus ojos. Pero gira, y mientras lo hace me mareo. 
-Aquí me quedo yo, Juan. Es mi parada. - Su mano se apoya en mi hombro, cálida y pequeña, y espera, pero nadie va a buscarla, y me abandona. Siento sus pasos alejarse por el pasillo y el bufido de la puerta tras su salida.

martes, 30 de junio de 2009

Una de conejos:

Por Elvira Jardón

Había sido un día cualquiera en la vida de una universitaria en Salamanca, clase y cerveza. Llegué a casa con un fantástico plan íntimo, ver una película bebiéndome un vino y después cenar e irme a dormir tranquilamente.

En aquella época estaba viviendo sola a la espera de que, un par de meses más tarde, llegase una amiga norteamericana que iba a pasar el curso conmigo, Honey, de Montana. A la pobre cada vez que le decía su nombre a alguien en España, siempre, y digo siempre, le respondían con la cancioncilla de “honey, tarararatata, oh sugar, sugar” haciendo un gran alarde de originalidad.

Pues bien, ella llegaría dos o tres meses después de haber empezado el curso y para paliar mi soledad decidí comprarme un animal de compañía. Después de pensarlo mucho y de pasar por delante del escaparate de una tienda de animales en el que había unos conejitos adorables, compré uno por unos módicos 30 euros. Era la cosa más mona que había visto, parecía un efecto especial salido de una película de dibujitos. Tenía el pelo largo, del color del café con leche, y unas enormes patas traseras que le daban un gracioso aspecto desproporcionado. Lo llamé Conejín y pronto todos nos enamoramos de él.

Yo no sabía que los conejos eran tan inteligentes. Al principio era escurridizo y en más de una ocasión me pasé horas buscándolo mientras él se escondía tras un armario o en algún otro lugar remoto e impensable. Pero con el paso del tiempo, cuando cogió confianza, se comportaba casi como un perro. Por las mañanas subía a mi cama y me lamía la cara tiernamente, cuando quería salir a la terraza me miraba y rascaba la puerta corredera delicadamente con su patita. Era alucinante. La única pega eran sus constantes cagaditas que, gracias a dios, al ser duras y redondas resultaban fáciles de barrer. Yo era feliz con Conejín, lo llevaba a casa de mis amigos, lo abrazaba, lo acariciaba y no sabía como había podido vivir sin él durante tanto tiempo.

Cuando llegué a casa, y antes de ponerme cómoda, decidí hacer algunas cosas para así sentarme tranquilamente a ver Drácula, la de Coppola, una de mis películas favoritas. Limpié los platos, barrí la cocina, el pasillo, las habitaciones, puse una lavadora, recogí la ropa que tenía por ahí regada, me hice un bocadillo vegetal y puse la película. ¡Qué buena es! Cuando acabó estuve un rato reflexionando sobre el vestuario, los decorados y Gary Oldman. Estaba viendo los extras cuando eche en falta la compañía de mi pequeño conejito. Dejé la película en el menú principal y fui a buscarlo. No lo veía por ninguna parte, así que comencé a mirar en aquellos lugares extraños que tanto le gustaban. No estaba. Con el pasar de los minutos comencé a impacientarme y pensé, “se habrá escapado cuando abrí la puerta y no me he dado cuenta”. Fui a la entrada y miré el rellano esperando ver un bultito marrón, pero estaba vacío. Cerré la puerta tras de mí con cara de concentración, “¿dónde puede estar?”, volví a revisar habitación por habitación. Estaba en la cocina, apoyada en la mesa y realmente preocupada porque nunca había desaparecido por tanto tiempo, cuando me sorprendí mirando la lavadora. “No puede ser”, me dije, “no puede ser”.

Abrí la puerta de ojo de buey, puse la cesta debajo y empece a tirar de la ropa con mucho cuidado, dejando que cayera en aquel recipiente de plástico. Lo hacía sin mucha convicción, sólo para asegurarme de que, por supuesto, lo que me temía no podía haber sucedido.

Estaba tirando de una toalla enrollada cuando, primero de repente y después poco a poco, aparecieron las desproporcionadas patitas. Como si hubiese visto a un psicópata violador dentro de la lavadora grité y caí hacia atrás. No podía apartar la vista de sus dos patas traseras. Me puse en pie y comencé a hiperventilar, a llorar, a hablar sola y a gritar, todo a la vez. Dando vueltas por la cocina y después por toda la casa, con las dos manos en la cabeza, sin dar crédito a lo que me estaba sucediendo. Cada diez pasos volvía a la puerta de la cocina, miraba la lavadora y volvía a pasear por la casa metida en un señor ataque de ansiedad. Todo esto con la banda sonora de Drácula repitiéndose insistentemente en el menú del DVD.

Al rato, una voz desde el fondo de mi mente en shock comenzó a decirme, primero bajito y después más alta y clara, “cálmate, ha sucedido y ahora tienes que sacar el cuerpo de tu conejo muerto de ese electrodoméstico, cálmate, tienes que hacerlo, tómate tus minutos de luto y hazlo”.

Respiré profundamente y sí, me calmé. En un arranque de valor fui a la cocina y comencé a pensar fríamente como se puede sacar el cuerpo de un conejo de una lavadora. “Está bien”, me dije, “coge una bolsa y como se recogen las cacas de los perros procede a recoger al difunto”. Mala idea, pero eso la sabría después. Cogí una bolsa del supermercado y me acerqué llorando como una magdalena al cuerpo de Conejín pero, cuando mis manos entraron en contacto con su cadáver y noté lo frío que estaba a través del plástico, me entró un ataque de ansiedad peor que el primero.

Volví a dar vueltas intentando buscar un plan alternativo en el que yo no tuviera que ocuparme de aquello y comencé a echar de menos a mi hermano Raúl que, seguro, no hubiera tenido ningún problema en sacarlo de allí. En mi cabeza la idea de llamar al vecino para contarle lo sucedido y que él hiciera los honores comenzó a perfilarse, a ratos, como una opción de lo más lógica y natural. Pero finalmente acepté el hecho de que iba a tener que ser yo quien lo hiciera. Está vez cogí una toalla grande la doblé varias veces y lo más rápido que pude agarré a Conejín y lo metí en una bolsa. Ya un poco más tranquila, pero sin dejar de llorar, bajé a la calle y al lado de mi casa encontré un contenedor de obra lleno de serrín, entre otras cosas. Hice un agujero y allí lo dejé. Me fui lo más rápidamente posible hacia casa de unos amigos a contarles lo sucedido y nada más llamar al timbre, en cuanto me abrieron la puerta y me vieron con aquella cara descompuesta del llanto, me dio un terrible ataque de risa y les expliqué toda la situación. Esa noche, en vez de irme a dormir tranquilamente, me agarré una buena borrachera.


lunes, 29 de junio de 2009

Mi colección de momentos, Edurne Farias Escalera

No sé por qué, con la distancia, uno va pensando más en detalles en los que nunca antes reparas. El olor a tierra mojada y roja justo antes de que empiece a llover, el sabor perfumado del cilantro, el silencio de las noches que al principio en Madrid, echaba de menos. Hoy no sé si podré volver a ese silencio nocturno que me regala mi ciudad y todo será al revés, extrañaré tal vez las voces borrachas y trasnochadas de mi calle madrileña, el ruido de los contenedores cayendo al camión de la basura a las tres de la mañana, que el sol no queme y que sólo aveces, caliente. Que la gente choque en las calles amontonadas en una pelea individual por ver quién se hace un lado, quién se quita del camino. Extrañaré el color de las tardes grises españolas, que el cloro no huela y las reuniones a media mañana con la gente del parque de los perros, reuniones a las que en un principio me resistía por sentirme muy ñoña, hasta que mi resistencia fue inútil y acabé aprendiéndome los nombres de todos los perros de la plaza de Barceló: Tomás, Isis, Lucas, y hasta una Martha y un José.

A mi me gusta pensar en los recuerdos que otros me han contado.

Cuando Eréndira me platicó que ella siendo del norte, donde hace mucho calor y casi nunca llueve, se sorprendió cuando una tarde de lluvia en Uruapan, donde llueve como si nunca más fuera a volver a llover, su sobrina salía como si nada en medio del aguacero, ¨al café¨. Me imagino esas calles empinadas uruapenses con ríos de agua roja bajando hacia el centro y recuerdo la calle de mi abuela en Pátzcuaro cuando después de llover hacíamos barquitos de papel periódico, ese que leía mi abuelo, para que navegaran en los charcos calle abajo hasta quedar varados en una coladera que no iba a ningún lado.

Recuerdo a mi mamá recordando la tristeza que le provocaba que algunas niñas de su escuela no llevaran calcetas, porque eran muy pobres, me decía imaginándose cómo el frío se les metía por entre los zapatos escolares. Me la imagino, a mi mamá, una niña flaca, sonriendo, con los cabellos largos al viento, con su uniforme y con calcetas, claro.

También me gusta recordar a mi mamá, jovensisima, con su pelo corto, cocinando cuando yo era niña, cuando me decía, ¿me ayudas a pelar las papas? y seguía cantando sus canciones de Silvio Rodriguez. Ella me contó que un día cortando papas le pregunté que qué significaba eso de ¨la era está pariendo un corazón¨ para que ella acabara contándome cómo en Cuba no había ni ricos ni pobres, cómo a los niños se les daban las mismas libretas y libros como recompensa de una revolución que todavía era gloriosa en aquellos tiempos.

Mi abuela cuenta cómo mi papá cada que pasaba por un pasillo largo de la casa, donde ella había colocado sus helechos y él, con la imprudencia que le daban sus 13 años agarraba cada ramita de algún helecho elegido al azar, para de un tirón dejar caer todas y cada una de sus hojitas, hasta que después de un tiempo los helechos de mi abuela no eran sino tallos tristes sin ninguna hoja a los que ni el sol podía curar de la alegría que le provocaba a mi padre dejarlos sin hojitas.

Con la distancia todo se acentúa, y ahora mismo añoro la imagen de mi papá sentado en la cocina de mamá tocando su guitarra, cantando alguna canción de esas que tanto le gustan como la de ¨Si yo tuviera el corazón,el corazón que di; si yo pudiera, como ayer, querer sin presentir...¨ esa canción con la que en Buenos Aires me eché a llorar porque era como mi papá cantando pero en argentino y con micrófono y con unas argentinas alrededor de él, vestidas para bailar un tango turístiquisimo. Esa canción que tanto había oído tararear y tocar a mi padre y que nunca había escuchado en otra voz, de hecho pensaba que él la había escrito, que él le había puesto música.

En Madrid hace frío, los días son cortos y aquí estoy yo recordando trozos de otros tiempos, añorando mi México, donde a estas horas aún es de día. Sin embargo algún día, estaré en Morelia, haciendo cuentas en el calendario, calculando si la ¨m¨ es de martes o de miércoles y extrañaré por mil dias, la ¨x¨ colocada en el miércoles, como en España.


Edurne Farias Escalera

Manuel murió un viernes. Yo estaba tan cansada para entonces que no recuerdo haber hecho trámites para el velorio ni para nada y justo cuando estaban metiendo el ataúd en un hoyo recordé que cuando éramos recién casados él me había dicho, mientras flotábamos bajo el sol de Acapulco, que si él moría antes que yo, llevara sus cenizas al mar. Ya ni modo Manuel, pensé mientras paladas de tierra mojada caían sobre el féretro y su hermana Tere caía desmayada a mi lado mientras sus dos hijas gritaban ¨mamá, mamá, despierta¨ y con sus voces chillonas llamaban al Doctor Juárez.
Su hermana, que durante cuarenta y tres años me hizo la vida de cuadritos se encargó de difundir por todo el pueblo que yo, influenciada por el Doctor Juárez, había matado a Manuel, que él debería de estar vivo.

Yo me ponía muy nerviosa porque además de haberme quedado sola, tenía que soportar que a todos los lugares a los que iba, la gente se juntara a susurrar mientras volteaban a mirarme de reojo. Si toda esa gente hubiera vivido la enfermedad de Manuel no me verían así, pensaba yo mientras escogía jitomates para darme cuenta enseguida, que Martín, el del puesto del mercado, se negaba a atenderme y a hacerme la cuenta. Regresaba a mi casa con la canasta sin jitomates y me sentaba a llorar en el descanso de las escaleras.


Cuando fui joven nunca quise tener hijos, me gustaba la idea de ser la eterna novia de Manuel y no tener que andar gorda con un hijo dentro o tener que compartir nuestras noches con chillidos de bebés que piden comida cada tres horas. Quería ser sólo para él y él nunca me pidió que los tuviera, sin embargo un mes después de su muerte, cuando a la casa vino el notario a leer el testamento, me dijo con palabras que no entendía, que esa casa, que los coches y el rancho pasaban a ser propiedad de Carlos, un hijo que Manuel tuvo con Guadalupe Zavala. A mi me dejaba la pequeña casa de campo que teníamos a un lado de la carretera y todo lo demás era para sus dos sobrinas. Hijo de puta repetí mil veces hacia adentro.


Nunca sospeché de Manuel, en todo caso él fue muy cuidadoso y siempre me dio mi lugar, era muy cariñoso y todos los viernes me regalaba un vestido que yo estrenaba el domingo cuando íbamos a misa. Todavía no entiendo porqué le dejó todo a ese bastardo después de todo lo que yo le di, después de que lo cuidé hasta el último día de su vida.


El doctor Juárez, decepcionado de mi herencia, dejó de ser el hombre bueno que me ayudó hasta el último respiro de Manuel y la última vez que vino a la casa me contó, el muy hipócrita, que el niño tiene doce años y que como es idéntico a Manuel, la madre lo envió a estudiar a la ciudad desde pequeño.


Antes de que me corrieran de la que fue mi casa durante tantos años pasé a ver a Tere y para hacerle sentir sólo un poco de lo que ella me hizo sufrir tantos años, le dije que había matado lentamente con morfina a su hermano. Aunque no fuera cierto.