viernes, 19 de junio de 2009

La teoría de las 10.000 horas:


10.000 horas son más o menos 10 años seguidos dedicando una media de tres horas al día a la materia es cuestión. Si esas 10.000 horas se dedican antes de los 20 años parece ser que el efecto es mucho mayor. La teoría defiende que muchos de los casos de niños “prodigio”, por ejemplo, pueden deberse, o no, a un genio innato, pero sin duda detrás siempre hay un gran esfuerzo y un potente proceso de aprendizaje, es decir, la ciencia infusa es muy discutible . El resultado del sacrificio y dedicación de esos niños (a los que, por otra parte, nos se les puede negar un gran talento), que desde los 4 o 5 años se han pasado la vida tocando un instrumento musical, es que al llegar a la adolescencia pueden considerarse unos virtuosos, ya que le han dedicado muchísimas horas de práctica. El caso de Mozart es paradigmático: se calcula que Mozart tocó el clavicordio unas 20.000 horas antes de cumplir los 10 años.

"Henri Cartier-Bresson, uno de los primeros grandes fotógrafos daba este consejo a los que querían aprender a sacar fotos “Tus primeras 10.000 fotos son las peores”. Con la llegada de la fotografía digital 10.000 fotos no parecen muchas, pero en la época de Henri Cartier-Bresson por cada foto los fotógrafos se pasaban más o menos una hora en el cuarto oscuro por foto".

Las "10.000 horas" en la literatura:

Hemingway decía para aquellos que querían aprender a escribir: “It takes 1.000.000 words of crap” (“Hacen falta 1.000.000 de palabras de porquería”).

En Conversaciones íntimas con Truman Capote de Lawrence Grobel hay un capítulo en el que el escritor hace referencia a esas 10.000 horas orientativas de forma indirecta al hablar sobre el tiempo que le dedicaba a esa labor:

L.G- ¿Cómo comenzó a escribir por esa época, sus años de formación fueron los del sur, no?
T.C- Bueno, al fin y alcabo todo lo verdaderamente importante me ocurrió allí. En cierto modo yo estaba solo, a pesar de un número increíble de parientes. Empecé a escribir a los ocho años. Quiero decir completamente en serio, tan en serio, que jamás me atrevía mencionárselo a nadie. me pasaba horas escribiendo todos los días, y nunca se lo enseñaba al profesor.
Otros niños hacían lo que querían, pero yo volvía del colegio a casa y escribía tres o cuatro horas todos los días, igual que algunos niños practicaban el piano. Era una obsesión.

L.G- ¿Qué escribía a los ocho años?
T.C- Cuentos. También un diario.

(...)

L.G- Volviendo a su carrera literaria: ¿no tenía dieciséis años cuando obtuvo su primer reconocimiento como escritor profesional?
T.C- Sí. Cuando tenía dieciséis años ya era un escritor con verdadera competencia. Técnicamente escribía tan bien como ahora. Técnicamente. Entendía todo el mecanismo.

(...)

L.G- En el prefacio de Música para camaleones, escribió usted que "cuando Dios le entrega un don, también le da un látigo : y el látigo es únicamente para autoflagelarse. ¿Qué quería decir con eso?
T.C- Con eso quería decir que Dios le concede a uno un don, cualquiera que sea, el de componer música o el de hacer literatura, pero por mucho placer que ello pueda producir, es algo muy doloroso para tenerlo toda la vida. Es una vida muy penosa la que consiste en enfrentarse todos los días a la página en blanco, rebuscar entre las nubes y traer algo aquí abajo. Es decir, yo siempre me pongo muy, muy nervioso al comienzo de la jornada de trabajo. Me lleva mucho tiempo empezar. Una vez que empiezo, voy tranquilizándome un poco, pero haría cualquier cosa por aplazarlo para más tarde. Debo tener unos quinientos lápices afilados, pero vuelvo a sacarles punta hasta dejarlos en nada. En cualquier caso, me las arreglo para escribir unas cuatro horas al día.

(...)

L.G- ¿Cuánto trabajo vuelve a leer antes de empezar a escribir un párrafo nuevo?
T.C- Lo que hago es trabajar cuatro horas al día y luego, normalmente por la mañana temprano, leo lo escrito y hago muchos cambios y correcciones. Mire, escribo a mano y hago dos versiones de todo. Primero en papel amarillo, luego en papel blanco y, al final, cuando lo tengo más o menos resuelto de la manera que quiero, lo paso a máquina. Cuando lo escribo a máquina es cuando hago la corrección final. Después nunca cambio una palabra.

(...)

L.G- En Música para camaleones escribió que había releído cada palabra de todo lo que había publicado y que llegó a la conclusión de que en su vida de escritor nunca había aprovechado completamente toda la fuerza y todos los atractivos estéticos que contenían los elementos del texto. ¿Sigue teniendo la misma impresión?
T.C- Ya no lo pienso. En realidad si recapacito me parece incorrecto. Cuando dije aquello, estaba desvariando. No veía las cosas tal como eran, porque desde luego entonces escribía, como siempre lo he hecho, lo mejor que podía. Y mi estilo no ha cambiado mucho. Como le he dicho, empecé a escribir a los ocho años, y a los dieciséis ya era un escritor consumado. Al cumplir los diecisiete empecé a publicar. Si se repasan mis primeros relatos, se verá que mi estilo no ha cambiado mucho. Hay modificaciones, claro está, en el tema, pero el estilo en sí no ha cambiado y la verdadera razón de ello radica en mi oído. Escucho el tono del lenguaje hasta extremos increíbles, y debo tener mucho cuidado con esto porque de cuando en cuando me doy cuenta de que utilizo una palabra sólo por el sonido en vez de por su verdadera contribución al texto. Así que al repasar los manuscritos hago una enorme cantidad de correcciones y tachaduras.


Viendo este fragmento de la entrevista podemos hacernos una idea del trabajo que le supuso a Capote llegar a escribir de manera tan brillante, como mínimo tardó ocho años en alcanzar una técnica perfeccionada.

Como dijo Petrus Jacobus, es el genio quien comienza las grandes obras, pero sólo el trabajo las acaba.

Veamos si a través de este blog logramos aproximarnos a ese ideal horario.









1 comentario:

Escritores en ciernes dijo...

Elvira, qué gran ensayo, me dan ganas de irme a por las primeras tres pinches horas de este día chingaooooo!
Edurne

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