viernes, 19 de febrero de 2010

Buena suerte, Mr Gorski, por Josevi Catalán Berriatúa:

El portazo puso sordina a los gritos que nacían del interior del salón. Mr. Gorski apareció en el jardín del hogar familiar y allí sorprendió al pequeño Neil, el chico de los vecinos, hurgando en el macizo de rosas que laboriosamente cuidaba su esposa, Selma. Ante la mirada inquisidora de Mr. Gorski, Neil levantó la mano y mostró como coartada una pelota de béisbol.
-Por mí, como si se las rompes, muchacho.
Mr. Gorski abrió la portezuela y Neil le vio perderse calle abajo a pasos lentos y pesados. Era diciembre de 1941; en Wapakoneta, Ohio, el termómetro estaba bajo cero y Estados Unidos acababa de entrar en la II Guerra Mundial.

Durante todo ese día, Neil se dedicó a observar a Mr. Gorski. Su vecino era un cuarentón que trabajaba en la fábrica que Goodyear había abierto a las afueras de Wapakoneta y, pese a tener que cargar durante toda la jornada con pesadas ruedas de camión, era un hombre en movimiento perpetuo, como si portara en su interior una fuente de energía en continua renovación. Cuando estaba en casa, Mr. Gorski abrillantaba su viejo Ford rojo o se tumbaba y le inspeccionaba los bajos. Luego, encolaba una silla o desmontaba pieza por pieza el carrete de la caña de pescar, lo limpiaba con un pequeño paño y lo volvía a armar para que estuviera listo para la próxima excursión. Por eso Neil levantó los ojos de la revista de aeronáutica que leía, recostado en el enorme alféizar de la ventana de su cuarto, cuando notó que Mr. Gorski se instalaba en una butaca en el patio trasero y, con las manos cruzadas detrás de la nuca, clavaba la vista en el cielo aún iluminado. Neil se durmió mucho antes de que Mr. Gorski, a tientas y haciendo crujir el césped bajo sus pies, abandonara la butaca camino del sofá del salón.

Al día siguiente, Neil respiró aliviado al ver que Mr. Gorski había vuelto a su ser habitual. Entraba y salía de casa con herramientas en la mano y golpeteaba aquí y allá en la fachada, enderezaba los palos del tendedero, guardaba el cortacésped en el cobertizo o arreglaba un par de tejas rotas. Mantuvo ese ajetreo durante toda una semana. Mr. Gorski había sido llamado a filas y quiso que en el viaje a Europa la última imagen en su retina fuese la de una casa en perfecto estado.

Neil olvidó pronto el incidente y volvió a devorar las revistas de aviones que le traía su padre, auditor del Estado, cada vez que volvía de sus viajes por los pueblos de Ohio. Para cuando Mr. Gorski regresó de la guerra, Neil ya andaba enredado en asuntos del aeropuerto de Aeronca, al norte de Wapakoneta, y los misterios de la aviación le impidieron reparar en la presencia de Mr. Gorski.

Mr. Gorski no era el mismo que se había ido cuatro años antes. Impedido para el trabajo por una herida, la energía de antaño era una fuente con polvo y hojas secas en el fondo. El viejo Ford pasó de rojo cereza a granate y de granate a magenta en el garaje de la casa por la acción del polvo y la desidia. La caña no volvió a ver un pez.
Lo único que parecía capaz de hacer moverse a Mr. Gorski era un arcaico telescopio que el antiguo operario de Goodyear compró con la primera mensualidad de su pensión de veterano. Mr. Gorski demoró toda una tarde, en la que la ausencia de nubes permitía ver nítidamente la luna, en elegir el punto adecuado del jardín en el que colocarlo, haciendo pruebas una y otra vez como un fotógrafo que busca el encuadre exacto. Una vez decidida la ubicación pidió ayuda a Selma para colocar junto al artefacto una butaca de jardín.

Selma era una mujer muy seria. La estricta educación judía de su infancia neoyorquina le cohibía a la hora de dejar fluir sus emociones. Cuando su marido era un obrero fuerte, vital y dicharachero, no supo acoplarse a él. Sentía esa alegría del cónyuge como una prueba de su debilidad de espíritu y su lejanía con el Señor. Ahora que Edward Gorski era poco más que una sombra que cuando anochecía cambiaba el sofá y la televisión por la butaca y el telescopio, no encontró la manera de acompañarle en la desgracia, pero tampoco se quejaba. Lo máximo era un suspiro que se le escapaba cuando le veía, a través de la ventana de la cocina, con el ojo pegado al telescopio y la mente en la luna. A veces, mientras arreglaba el rosal o adecuaba las viejas camisas de Edward a la nueva fisonomía del marido, Selma se veía invadida por un sentimiento de culpabilidad cuyo origen era incapaz de encontrar.

Mr. Gorski marcó la infancia de los niños de Wapakoneta. Al anochecer, los chicos del pueblo trepaban al tejado de una caseta desde el que se veía el jardín de Mr. Gorski y apostaban si esa sería la noche en la que el veterano de guerra no utilizara el telescopio. Mientras, comían pipas de calabaza, bebían refrescos y hablaban de chicas. Cuando se hicieron mayores, los muchachos inventores de la apuesta traspasaron la tradición a sus hermanos pequeños y luego éstos se la enseñaron a los hijos de sus hermanos mayores. Mr. Gorski sabía de la presencia de los niños, pero les ignoraba con la misma desidia con la que declinaba las invitaciones de sus viejos compañeros de fábrica para acudir al bar de la estación, el que tenía la pantalla más grande, a ver por televisión los partidos de las Series Mundiales de béisbol, el mayor evento deportivo con el que podía soñar un americano. Al principio, sus antiguos colegas pensaron que volvería a la vida pública en cuanto asumiera su condición de mutilado, pero pasaron los años y Mr. Gorski seguía anclado en el jardín con la mirada perdida más allá de las nubes.

Viola Louise, la madre de Neil, solía ayudar a Selma Gorski, cada vez más impedida por la edad, por esa solidaridad inquebrantable que se establece entre amas de casa. Viola Louise hacía las tareas más físicas, como limpiar las estanterías más elevadas, recoger el polvo acumulado bajo las camas o tender la ropa en el jardín. Esto suponía un gran esfuerzo para Viola Louise, no por el trabajo en sí, sino por la fantasmagórica presencia de Mr. Gorski, que la miraba callado. Una tarde de agosto de 1962, a Viola Louise casi le da un infarto al sentir la voz grave de Mr. Gorski por primera vez tras años de ropa puesta a secar en silencio.
-¿Qué tal el muchacho?
-¿Cuál de los tres, Edward?
-El mayor, Neil.
-Ya se casó. ¿No lo sabías? Pero el pobre no ve casi a Janet porque está todo el día metido en los laboratorios de la NASA.
-¿La NASA? ¡Cielos, Viola, qué buena noticia!
Viola Lousie no daba crédito a la felicidad que irradiaba su vecino, parecía que hubiera retrocedido más de veinte años en el tiempo.
-Sí, Edward, la NASA. Ahora vive en El Lago, Texas, cerca del Centro de Vuelos Espaciales de Houston.
-¿Es, es....- Mr. Gorski tartamudeaba de la emoción- ...es astronauta?
-Lo es, Edward. ¿Qué le parece?
Pero Mr. Gorski no tuvo tiempo de responder a Viola Louise, porque un rayo cargado con millones de amperios tocó el corazón del veterano de guerra. Mr. Gorski se levantó de la butaca con un movimiento inusitadamente ágil y corrió hasta el garaje. Con la única mano que tenía arrancó la lona que cubría el viejo Ford y lo puso en marcha. Mientras dejaba calentar el motor, llegó hasta el salón, cogió la cartera y besó a su mujer en la mejilla. Dijo “luego vuelvo, Selma” y dejó a la esposa boquiabierta y sin entender nada. Mr. Gorski condujo con maestría pese a sus circunstancias los 150 kilómetros que separan Wapakoneta de Columbus, capital del Estado, dónde a buen seguro podría comprar un telescopio potente acorde con la nueva situación de Neil. Regresó bien entrada la noche, pero Mr. Gorski no dudó en dar una patada al soporte del viejo telescopio y colocar en su lugar el reluciente Takahashi con lentes reflectoras de abertura media. Selma miraba el trajín de su marido con la ilusión del que ve nacer una era mejor, pero comprendió que no se trataba de un repentino cambio de actitud de Edward, sino de una simple adecuación a los nuevos tiempos. El beso de la tarde fue una cerilla bajo un chaparrón.

El nuevo telescopio sirvió para que Mr. Gorski se enclaustrara aún más en sí mismo. Pero un día cada tres o cuatro meses, el veterano se sentía con ánimos para hablar con Viola Louise mientras ésta tendía unas sábanas que él conocía de sobra.
-¿Cuándo va a pisar la luna el muchacho?
-Antes de que acabe la década. Lo prometió el presidente Kennedy-, respondía siempre Viola Louise con tono pedagógico.
Mediante este interrogatorio, en marzo del 66, Mr. Gorski supo del primer viaje espacial de Neil. El hijo de los Armstrong comandó el acoplamiento del Gémini 8 con el Agena, que ya estaba en órbita. Mr. Gorski, aunque miró y miró por su Takahashi y no encontró rastros de Neil en el cielo, sintió el alma en primavera.

Viola Louise, católica, se sentía como el Arcángel Gabriel cada vez que informaba a Mr. Gorski de los progresos de su hijo y notaba en el mutilado un brillo en los ojos. Por eso le dolió no ser ella quien le anunciara, personalmente, la noticia de que Neil, por fin, iba a pisar la luna. Para cuando quiso hablar con Mr. Gorski, una marabunta de periodistas se había agolpado frente al hogar familiar de los Armstrong y los que llegaron más tarde tuvieron que invadir el jardín de Mr. Gorski. Ante la mirada de odio del veterano, los periodistas improvisaron una entrevista para justificar el allanamiento:
-¿Cómo era Neil Armstrong de pequeño? ¿Le vio crecer?-, se lanzó un chico escuálido con sombrero y traje pese al horno que era Wapakoneta en aquel 16 de julio de 1969.
-Era un buen muchacho.
-¿Se imaginaba que sería el primer hombre en pisar la luna?
-¡No! ¡Y mi mujer muchísimo menos!-. Mr. Gorski estalló en una carcajada, que sonó oxidada al principio pero que después rugió como un motor de gran cilindrada.

A lo más que llegó Viola Louise a ver fue a Mr. Gorski arrastrando de la mano a Selma al interior del viejo Ford, que Mr. Gorski había dejado en la acera nada más concluir la entrevista. El antiguo operario de Goodyear se llevó a la esposa al mercado y la obligó a comprar varias botellas del vino más caro, cervezas, dos o tres kilos de chuletas de cordero, unos cuantos filetones de ternera y un enorme queso de Roquefort.
-¿Qué demonios es esto, Edward? ¡Apesta a muerto!
-Es queso francés. Me salvó la vida en la guerra. ¡Y está delicioso!
Ya de vuelta en casa, Mr. Gorski canturreaba jovial mientras ordenaba en la cocina la copiosa compra. Selma comprendió el motivo de la felicidad del esposo y no pudo reprimir una violenta arcada.

Durante los cuatro días posteriores, Mr. Gorski fue dando cuenta de los manjares con una actitud cercana a la lujuria. Por el día comía a todas horas y bebía litros y litros de cerveza con la misma alegría de 30 años atrás. Por la noche, se acoplaba a su telescopio sin importarle la curiosa mirada de los periodistas acampados en su propiedad.
Pero el vino lo reservó para la noche del 20 de julio. Sabía, por lo que le contaban los chicos de la prensa, que ése era el momento en que estaba previsto el alunizaje del Apolo 11. Con una enorme nostalgia de su telescopio, se apostó frente a la televisión y pidió a Selma que se sentara a su lado. Mr. Gorski daba grandes tragos directamente de la botella y seguía la retransmisión como si fuera una final de béisbol, a cada minuto más nervioso, ayudándose de la mesa para aplaudir, levantándose a veces. Sólo guardó silencio cuando, a las 23:53, sintió la voz de Neil a través del televisor:

-Un pequeño paso para el hombre, un gran salto para la humanidad-, dijo el hijo de los vecinos y Mr. Gorski estalló en un grito de satisfacción.
-¡Sí! ¡Por fin, joder!-, aulló el veterano de guerra poniéndose en pie. Acto seguido, volvió a sentarse en el sofá, respiró hondo y apoyó la mano firmemente en la nuca de su esposa.
-Lo prometiste, Selma.
La mujer rompió a llorar. Sabía que pronto acabarían casi 28 años de infelicidad, pero para ello debía pagar un peaje que contravenía todas las normas morales de su estricta religiosidad.
Del televisor brotaban imágenes en blanco y negro y palabras casi siempre ininteligibles, pero los Gorski acertaron a oír de nuevo a su vecino Neil entre los ruidos del espacio exterior.
-Buena suerte, Mr. Gorski-, dijo el astronauta.
En el Centro Espacial de Houston no entendieron nada. Edward y Selma sí.

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