lunes, 29 de junio de 2009

Edurne Farias Escalera

Manuel murió un viernes. Yo estaba tan cansada para entonces que no recuerdo haber hecho trámites para el velorio ni para nada y justo cuando estaban metiendo el ataúd en un hoyo recordé que cuando éramos recién casados él me había dicho, mientras flotábamos bajo el sol de Acapulco, que si él moría antes que yo, llevara sus cenizas al mar. Ya ni modo Manuel, pensé mientras paladas de tierra mojada caían sobre el féretro y su hermana Tere caía desmayada a mi lado mientras sus dos hijas gritaban ¨mamá, mamá, despierta¨ y con sus voces chillonas llamaban al Doctor Juárez.
Su hermana, que durante cuarenta y tres años me hizo la vida de cuadritos se encargó de difundir por todo el pueblo que yo, influenciada por el Doctor Juárez, había matado a Manuel, que él debería de estar vivo.

Yo me ponía muy nerviosa porque además de haberme quedado sola, tenía que soportar que a todos los lugares a los que iba, la gente se juntara a susurrar mientras volteaban a mirarme de reojo. Si toda esa gente hubiera vivido la enfermedad de Manuel no me verían así, pensaba yo mientras escogía jitomates para darme cuenta enseguida, que Martín, el del puesto del mercado, se negaba a atenderme y a hacerme la cuenta. Regresaba a mi casa con la canasta sin jitomates y me sentaba a llorar en el descanso de las escaleras.


Cuando fui joven nunca quise tener hijos, me gustaba la idea de ser la eterna novia de Manuel y no tener que andar gorda con un hijo dentro o tener que compartir nuestras noches con chillidos de bebés que piden comida cada tres horas. Quería ser sólo para él y él nunca me pidió que los tuviera, sin embargo un mes después de su muerte, cuando a la casa vino el notario a leer el testamento, me dijo con palabras que no entendía, que esa casa, que los coches y el rancho pasaban a ser propiedad de Carlos, un hijo que Manuel tuvo con Guadalupe Zavala. A mi me dejaba la pequeña casa de campo que teníamos a un lado de la carretera y todo lo demás era para sus dos sobrinas. Hijo de puta repetí mil veces hacia adentro.


Nunca sospeché de Manuel, en todo caso él fue muy cuidadoso y siempre me dio mi lugar, era muy cariñoso y todos los viernes me regalaba un vestido que yo estrenaba el domingo cuando íbamos a misa. Todavía no entiendo porqué le dejó todo a ese bastardo después de todo lo que yo le di, después de que lo cuidé hasta el último día de su vida.


El doctor Juárez, decepcionado de mi herencia, dejó de ser el hombre bueno que me ayudó hasta el último respiro de Manuel y la última vez que vino a la casa me contó, el muy hipócrita, que el niño tiene doce años y que como es idéntico a Manuel, la madre lo envió a estudiar a la ciudad desde pequeño.


Antes de que me corrieran de la que fue mi casa durante tantos años pasé a ver a Tere y para hacerle sentir sólo un poco de lo que ella me hizo sufrir tantos años, le dije que había matado lentamente con morfina a su hermano. Aunque no fuera cierto.

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