martes, 30 de junio de 2009

Una de conejos:

Por Elvira Jardón

Había sido un día cualquiera en la vida de una universitaria en Salamanca, clase y cerveza. Llegué a casa con un fantástico plan íntimo, ver una película bebiéndome un vino y después cenar e irme a dormir tranquilamente.

En aquella época estaba viviendo sola a la espera de que, un par de meses más tarde, llegase una amiga norteamericana que iba a pasar el curso conmigo, Honey, de Montana. A la pobre cada vez que le decía su nombre a alguien en España, siempre, y digo siempre, le respondían con la cancioncilla de “honey, tarararatata, oh sugar, sugar” haciendo un gran alarde de originalidad.

Pues bien, ella llegaría dos o tres meses después de haber empezado el curso y para paliar mi soledad decidí comprarme un animal de compañía. Después de pensarlo mucho y de pasar por delante del escaparate de una tienda de animales en el que había unos conejitos adorables, compré uno por unos módicos 30 euros. Era la cosa más mona que había visto, parecía un efecto especial salido de una película de dibujitos. Tenía el pelo largo, del color del café con leche, y unas enormes patas traseras que le daban un gracioso aspecto desproporcionado. Lo llamé Conejín y pronto todos nos enamoramos de él.

Yo no sabía que los conejos eran tan inteligentes. Al principio era escurridizo y en más de una ocasión me pasé horas buscándolo mientras él se escondía tras un armario o en algún otro lugar remoto e impensable. Pero con el paso del tiempo, cuando cogió confianza, se comportaba casi como un perro. Por las mañanas subía a mi cama y me lamía la cara tiernamente, cuando quería salir a la terraza me miraba y rascaba la puerta corredera delicadamente con su patita. Era alucinante. La única pega eran sus constantes cagaditas que, gracias a dios, al ser duras y redondas resultaban fáciles de barrer. Yo era feliz con Conejín, lo llevaba a casa de mis amigos, lo abrazaba, lo acariciaba y no sabía como había podido vivir sin él durante tanto tiempo.

Cuando llegué a casa, y antes de ponerme cómoda, decidí hacer algunas cosas para así sentarme tranquilamente a ver Drácula, la de Coppola, una de mis películas favoritas. Limpié los platos, barrí la cocina, el pasillo, las habitaciones, puse una lavadora, recogí la ropa que tenía por ahí regada, me hice un bocadillo vegetal y puse la película. ¡Qué buena es! Cuando acabó estuve un rato reflexionando sobre el vestuario, los decorados y Gary Oldman. Estaba viendo los extras cuando eche en falta la compañía de mi pequeño conejito. Dejé la película en el menú principal y fui a buscarlo. No lo veía por ninguna parte, así que comencé a mirar en aquellos lugares extraños que tanto le gustaban. No estaba. Con el pasar de los minutos comencé a impacientarme y pensé, “se habrá escapado cuando abrí la puerta y no me he dado cuenta”. Fui a la entrada y miré el rellano esperando ver un bultito marrón, pero estaba vacío. Cerré la puerta tras de mí con cara de concentración, “¿dónde puede estar?”, volví a revisar habitación por habitación. Estaba en la cocina, apoyada en la mesa y realmente preocupada porque nunca había desaparecido por tanto tiempo, cuando me sorprendí mirando la lavadora. “No puede ser”, me dije, “no puede ser”.

Abrí la puerta de ojo de buey, puse la cesta debajo y empece a tirar de la ropa con mucho cuidado, dejando que cayera en aquel recipiente de plástico. Lo hacía sin mucha convicción, sólo para asegurarme de que, por supuesto, lo que me temía no podía haber sucedido.

Estaba tirando de una toalla enrollada cuando, primero de repente y después poco a poco, aparecieron las desproporcionadas patitas. Como si hubiese visto a un psicópata violador dentro de la lavadora grité y caí hacia atrás. No podía apartar la vista de sus dos patas traseras. Me puse en pie y comencé a hiperventilar, a llorar, a hablar sola y a gritar, todo a la vez. Dando vueltas por la cocina y después por toda la casa, con las dos manos en la cabeza, sin dar crédito a lo que me estaba sucediendo. Cada diez pasos volvía a la puerta de la cocina, miraba la lavadora y volvía a pasear por la casa metida en un señor ataque de ansiedad. Todo esto con la banda sonora de Drácula repitiéndose insistentemente en el menú del DVD.

Al rato, una voz desde el fondo de mi mente en shock comenzó a decirme, primero bajito y después más alta y clara, “cálmate, ha sucedido y ahora tienes que sacar el cuerpo de tu conejo muerto de ese electrodoméstico, cálmate, tienes que hacerlo, tómate tus minutos de luto y hazlo”.

Respiré profundamente y sí, me calmé. En un arranque de valor fui a la cocina y comencé a pensar fríamente como se puede sacar el cuerpo de un conejo de una lavadora. “Está bien”, me dije, “coge una bolsa y como se recogen las cacas de los perros procede a recoger al difunto”. Mala idea, pero eso la sabría después. Cogí una bolsa del supermercado y me acerqué llorando como una magdalena al cuerpo de Conejín pero, cuando mis manos entraron en contacto con su cadáver y noté lo frío que estaba a través del plástico, me entró un ataque de ansiedad peor que el primero.

Volví a dar vueltas intentando buscar un plan alternativo en el que yo no tuviera que ocuparme de aquello y comencé a echar de menos a mi hermano Raúl que, seguro, no hubiera tenido ningún problema en sacarlo de allí. En mi cabeza la idea de llamar al vecino para contarle lo sucedido y que él hiciera los honores comenzó a perfilarse, a ratos, como una opción de lo más lógica y natural. Pero finalmente acepté el hecho de que iba a tener que ser yo quien lo hiciera. Está vez cogí una toalla grande la doblé varias veces y lo más rápido que pude agarré a Conejín y lo metí en una bolsa. Ya un poco más tranquila, pero sin dejar de llorar, bajé a la calle y al lado de mi casa encontré un contenedor de obra lleno de serrín, entre otras cosas. Hice un agujero y allí lo dejé. Me fui lo más rápidamente posible hacia casa de unos amigos a contarles lo sucedido y nada más llamar al timbre, en cuanto me abrieron la puerta y me vieron con aquella cara descompuesta del llanto, me dio un terrible ataque de risa y les expliqué toda la situación. Esa noche, en vez de irme a dormir tranquilamente, me agarré una buena borrachera.


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