martes, 7 de julio de 2009

Ámbar. Leticia Rodríguez

La puerta del autobús se cierra tras ella con un bufido. Como cada sábado carga sus manos con pesadas bolsas del mercado. Las deja en el suelo para sacar de una deshilachada cartera las monedas: 50 céntimos, más dos de 20, más 2 de 5 hacen un euro veinte, y lanza una sonrisa al conductor que es recibida con un deslucido asentimiento. Retira los cabellos húmedos que insisten en acomodarse sobre sus ojos miel y abraza con sus dedos, ya enrojecidos por el peso, las asas de su compra. 
El autobús arranca, sin dar tiempo a sus piernas a encontrar asilo en algún asiento. Camina haciendo equilibrios, busca donde sentarse, pero no lo ve porque sus ojos no miran. Un peso invisible parece agachar su cabeza lo suficiente como para no tropezar con el único lugar disponible; justo a mi lado. Se sujeta fuertemente a la barra del centro del autobús, manteniendo las bolsas apretadas entre sus piernas, con toda la firmeza de la que son capaces. Me permito mirarla, confío en que no se dará cuenta, y en que si lo hace, fingirá lo contrario, como cada sábado desde hace tres años. Lleva un vestido de flores, ligero, que se abraza a su cuerpo con suavidad cubriendo sus piernas hasta las rodillas, pero dejando a la vista sus redondas pantorrillas. Sigue siendo hermosa, con la humildad y moderación que la edad ya avanzada le permite. Este sábado lleva un descarado escote bajo su rostro que se agarra a sus hombros por dos finos tirantes de raso. Miro su cintura, noto el movimiento de fresca blandura bajo el vestido, noto su respiración, me encaramo por sus costillas, las cuento aunque no las vea y bordeo el borde superior de su escote hasta llegar a los lazos de raso, su nudo sencillo... Y de ahí, salto a sus ojos. Sus ojos miel que me miran. Entonces, un bache, el autobús salta, y yo salto con él, y conmigo mi estómago. Me giro para ver fuera del autobús, sin fuerzas ya para enfrentarme a ella., o a mí. 
-Hola
-Hola. - contesto. No sé cómo ha llegado hasta mi lado, en qué estado de azoramiento debía estar yo para haber perdido el pálpito de su movimiento, pero de alguna forma ya está aquí. Más cerca de lo que ha estado en cualquiera de estos sábados. De algún modo, está más cerca de lo que ha estado nunca; con su presencia contundente que lo llena todo. Yo continúo mirando por la ventana y ella a través de mi nuca. 
-Siento mucho lo de Marta.- Noto su aliento al hablar, cálido como antes, como cuando éramos jóvenes y bañaba mi rostro. Lo puedo oler y me relaja. Fuera del autobús los coches no avanzan, se pierden en el inmenso atasco de la ciudad, los rostros se repiten, serios y cansados dentro de cada vehículo, saturando las aceras con premuras insatisfechas. 
-Gracias. Ha pasado ya algún tiempo. 
-¿Cómo están tus hijos? - lo dice en un susurro y luego la ausencia de aliento. Deja de respirar conteniendo el miedo. 
-Están bien. - sé que busca la pregunta, pero no la hago. Algo en mí se tensa y se me nubla la vista. En un instante vuelven a mi cabeza imágenes dolorosas, rumores hirientes, el rencor. Me golpea el recuerdo de la duda, la terrible duda.
-Antonio está bien. se graduó el mes pasado. Es abogado.
“Lo sé” pienso, pero no digo nada. Y dejo que el silencio vuelva y me proteja su escudo como un bálsamo que cura todas las heridas de la mano de su aliado el tiempo. Veo su reflejo en la ventana. Su rostro roto que me mira, el mismo gesto de antes, el de siempre. Por un momento siento el deseo de volverme y tomarlo entre mis manos ancianas. Tengo ganas de acariciar su mejilla y consolar su soledad que es la mía, pero no lo hago. Me concentro en el semáforo que permanece en rojo, y odio al ámbar y aún más al verde. 
-Sabes, han abierto un nuevo mercado junto a mi casa. Dicen que es el mejor del barrio. 
Ambar. Verde. 
Y busco su reflejo en el cristal, que ahora mira al frente. 
- Mis vecinas no entienden porque sigo viniendo a éste. La verdad es que a mi edad, mis piernas agradecerían el no estar cargando con la compra desde una punta a otra de la ciudad. - Tras esa esquina sé que muero y no quiero que el autobús gire, lo deseo con todas mis fuerzas, quiero que vuelva a empezar, que sus aquejadas piernas vuelvan a subir la escalerilla. Quiero ver una vez más su monedero gastado, el sudor en su pelo, el cansancio en su rostro y la ilusión en sus ojos. Pero gira, y mientras lo hace me mareo. 
-Aquí me quedo yo, Juan. Es mi parada. - Su mano se apoya en mi hombro, cálida y pequeña, y espera, pero nadie va a buscarla, y me abandona. Siento sus pasos alejarse por el pasillo y el bufido de la puerta tras su salida.

1 comentario:

Escritores en ciernes dijo...

Me gusta mucho Lety,las descripciones que haces, los diálogos están muy bien... gracias por este regalito, e

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