domingo, 12 de julio de 2009

La vuelta a casa de hoy en día:

Salgo de ese trabajo en el que me pagan 300 euros al mes y el sol madrileño cae sobre el asfalto como una plancha que le va quitando las arrugas a la ciudad. Camino hacia el metro despacio y concentrada en cada paso que doy porque los tacones que llevo comienzan a transformar la parte delantera de las plantas de mis pies en círculos de vitrocerámica a punto para hervir agua. Aun así es un dolor conocido y domesticado que podré aguantar hasta llegar a casa. En realidad no necesito llevar tacones, soy una tía alta y grande, y de hecho tengo muchos problemas para encontrar zapatos de mi número, pero me parecen tan bonitos, tan femeninos, tan... son como llevar unas apetecibles gominolas en los pies, como traer un poco del mundo de Roger Rabbit a este, quiero decir, son irreales, como dibujados sobre los pies de las mujeres. De algunos pies, porque a veces cuando una se sienta en el metro y se fija en los zapatos de la gente, muchas veces se encuentra esos tacones indignos constriñendo los hinchados pies de algunas mujeres ,y eso les quita toda la magia a ellas y a los zapatos. Como yo uso un 42 de pie, como ya he dicho, tengo problemas para encontrar zapatos que no causen ese efecto de opresión, así que cada vez que encuentro unos que me sientan bien me compro dos pares, uno de cada color: rojos y negros, verdes y rojos, negros y beige...


El semáforo se pone en verde y sigo mi camino con pasos suaves y decididos, acompañada por ese ritmo que intento controlar para componer una repetitiva melodía callejera: tac-tac-tac-tarac-tac-tac-tac-tarac... Al final ni la oigo, como cuando te acuestas a dormir o te sientas a estudiar y el sonido de las agujas de un reloj marca los segundos con patas de elefante y al principio es molesto, pero minutos después el elefante parece haberse dormido y ya no se escucha.


De la ancha avenida de Pío XII paso a caminar por pequeñas calles de zonas residenciales. Parece que por un momento Madrid desaparece, el ruido de los coches calla, los altos edificios han sido talados y sustituidos por árboles, hiedras trepadoras y arbustos que crecen en jardines particulares. En un cartel pone “Prohibido el paso de coches ajenos a la zona” o algo así, y me fijo en que en cada posible entrada de vehículos han puesto vallas como las de los parkings. Cámaras en las esquinas de muchas de las casas hacen que el zoo esté seguro y controlado.


Las casas vecinas son casi todas grandes y ausentes. Son tan delicadas y espectrales que parecen no estar. Me gusta imaginar que una que hace esquina es mía. Cuando paso frente al portalón de entrada a veces, si las persianas están subidas, puedo ver lámparas y partes de muebles de madera, la esquina o la mitad de un cuadro, la tela de una cortina, libros, un jarrón con un portarretratos al lado en el que imagino una fotografía luminosa de nuestro último viaje juntos. Imagino eso mientras voy hacia mi casa de 30 metros cuadrados. Camino a la sombra de los jardines aprendiéndome las casas. La acera está llena de pequeñas flores verdosas que la cubren como un párpado, una acera dormida. Ahora, sobre las flores, mis pasos suenan amortiguados, como si bajo un ruidoso grifo que gotea hubieran puesto un trozo de papel higiénico o una toallita desmaquillante. Como un silenciador en una pistola.


La boca sedienta del metro me espera abierta y jadeante como la de un perro. Bajo por su garganta y me quito las gafas de sol, hay días que no me importa llevarlas en el metro, pero esta tarde me parece una estupidez. El metro está como siempre, para qué contarlo.


Está como siempre hasta que bajo en mi parada y, hoy, siento algo diferente. Voy subiendo en las escaleras mecánicas, que son orugas que nunca llegarán a ser otra cosa. Me bajo y camino hacia otras haciendo transbordos de escalera en escalera. Como los zapatos obligan a su esclava ,a golpe de látigo, a caminar despacio voy percibiendo cosas que normalmente me salto llevada por una prisa absurda de inercia. Un violinista con cara de loco, con quijada y pocos dientes, con pelo sólo a los lados de su cabeza, largos, blancos y desbaratados, toca algo que no conozco y me atrapa. Aminoro el paso mientras la gente me adelanta de lado a lado. Es como haber encontrado una fotografía intacta en medio de un incendio, como un jarrón entero en medio de los escombros de un terremoto. La piel se me convierte en superficie de agua y de repente noto las corrientes de aire que se forman en el metro cuando se va llegando a la salida. Echan mi pelo hacia atrás, mueven los bajos de mi vestido y me reconfortan. Antes de salir me pongo otra vez mis gafas de sol estilo policía norteamericano que me dan un aire indiferente, poderoso y borde, o eso creo yo cuando me miro al espejo con ellas puestas.


El metro me escupe como a un hueso de cereza o de aceituna, como a cáscara de pipa. A este lado de la ciudad las flores que cubren el suelo son amarillas y están secas, y cuando el viento las arrastra por los adoquines imitan el sonido de unas uñas tamborileando nerviosas sobre una mesa.


Ya sólo quedan 300 metros para llegar a casa, si los junto con los 300 euros que me pagan al mes y con los 30 metros cuadrados de mi casa no llego al sueldo mínimo ni a fin de mes.



Elvira Jardón




1 comentario:

Escritores en ciernes dijo...

Elvira, me encanta, me encanta, te imaginé con tus zapatos caminando, te imagino imaginándote ésta historia en tu cabeza mientras todo eso pasaba... ahhhhhhhh te extraño Elvirita de mi corazoun... Edurne

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